Dulcinea fue una gatita blanquinegra. La primera que tuvimos. Calculo que en esos tiempos apenas dejaba los pañales. Pero me acuerdo de la casa en Tijuana...oh si, esa casa tenía algo de magia.
Nunca acabe de explorarla. Lo juro. Casi nunca salía al patio. Para mí eso era la Selva. Había serpientes y mariposas. Yo le tengo fobia a las mariposas.
Quizá exagero, pero para mí esa casa era salvaje y maravillosa. Tenía un aire tétrico.
Me acuerdo del gallo disecado. Estaba en el patio, en la frontera entre lo explorado y la Selva.
También del piano, ese piano que al final pereció en la inundación y el saqueo de unos malandros.
Me acuerdo de un busto de Jesucristo, con expresión doliente y tenebrosa, chorreando sangre coagulada. Me daba miedo.
El columpio de madera astillada enfrente de la casa de Mimí, una vez me subieron y me empujaron sin parar hasta que llore. Muy alto, cada vez más alto, hasta que me arrepentí y suplique que pararan, pero ellas seguían.
Había una gata blanca gris, cuyo nombre no me acuerdo, era salvaje y me causaba intriga y respeto debido a su ferocidad..
Una vez intente atrapar un ratón, se lo pedí a la pandilla de Mimí pero no sé porque, el ratón estaba muerto.
Otra vez tuve el capricho de capturar una paloma y tenerla como mascota, los chicos intentaron atraparme una. No pudieron.
El triste día en el que perdí mi salvaje libertad, el día en que me castigaron y nunca pude volver a salir sin supervisión, creo que en ese momento cambio mi destino. Si hubiera seguido afuera tal vez no sería la persona que ahora soy. Me domesticaron y algo murió dentro de mí.