Siempre he tenido una extraña relación con los gatos negros. Parece que me siguen, (justamente estoy redactando esta nota con un gato negro ronroneando a mi lado) . Hay un gato negro enterrado frente a mi ventana. Y tengo unos mechones de su pelaje, a la espera de un relicario-guardapelo.
Mi primera ilusión fue tener un gatito blanco con ojos azules, era muy pequeña y aun no aprendía a tratar los animales de manera gentil. Después de mucho pedir y esperar, conseguimos un par de gatos ya creciditos.
Se llamaron Pilo y Mili. Mili era indomable, nunca pude acariciarla. Pilo era más tranquilo y un día dejo que lo cargara. Pero yo era muy tonta, era una Elmira en miniatura. Agarraba al gato, lo estrujaba y no sabía dónde ponerlo. Desde entonces el gato se mostró más cauteloso conmigo.
Mili murió atropellada. Salía a la escuela y la vecina dijo: “un gatito". Ahí estaba... en el asfalto. Su hermano fue a olerla y le maulló. Mi abuelo puso a Mili en una bolsa de plástico negra, y nunca la volví a ver.
Pilo se convirtió un gato tranquilo y amistoso. Pero no por mucho. Sus peleas en el tejado eran encarnizadas y cada vez volvía peor. Mi abuela lo curaba.
En ese tiempo llego a la casa una gatita atigrada que tiene su propia historia, la llamamos Dulcinea II y fue objeto de los celos de Pilo.
Pilo llegaba menos a casa y un día, simplemente no vino.
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